VIII – Los derechos humanos de la Revolución
Llego a Cienfuegos, tocada por la varita ya que fue nombrada en homenaje a un ídolo de la Revolución. Freya pensó hace unos días en saltarse la ciudad al confundir las afueras de la misma con todo lo que podía ofrecer el centro.
Cienfuegos es una ciudad de contrastes, y extraña. Las tiendas están más llenas, los restaurantes de comida rápida son gigantes y entre las delicatessen ofrecidas por el Estado se encuentra una heladería que alberga más de cincuenta clientes sentados y otros tantos que hacen cola en la calle. Tras cenar una pizza de chorizo y unos espagueti mixtos –que tienen carne de color radioactivo– en una cafetería, vamos a ver de qué va la cosa.
Los vecinos de Cienfuegos tienen unas 10 presentaciones de helados distintas, pero hoy solo pueden elegir bolas de vainilla. Vamos, que la copa arcoíris se queda muy pálida por muchas bolas que le pongan. Una copa Lolita –dos bolas acompañadas de un flan– nos sale a tres pesos cubanos. Las mesas de alrededor optan por probar dos o tres copas por persona.
Ha sido un día extraño, duro. Cuba se me está atragantando y no veo como en mi búsqueda de experiencias, ciudades y demás atracciones turísticas, jamás encontré una visión más profunda y crítica de la isla. La condición general del ciudadano raso cubano es indiscutiblemente pobre. No todos los cubanos son ciudadanos rasos, y es un rasgo que se vislumbra bien en Cienfuegos.
En algunas tiendas aparecen Coca-Colas, la bebida del enemigo. Los precios de los bocadillos de cafetería en nuestro barrio alcanzan precios mínimos de un dólar cubano. Más relevante todavía: los precios de los sitios populares están siempre citados en dólares cubanos, una rareza entre sus homólogos en La Habana Vieja y Trinidad. ¿Viven aquí los amigos del gobierno cubano?
A saber qué explicación tiene todo esto, pero también es cierto que caminando hacia los costados, las mugre y la gente tirada en la calle vuelve a recordarnos la miseria de nuestras visitas previas. En un día gris, con amenaza de tormenta constante, nos movemos alicaídos por las grandes avenidas. Los colores vivos de las fachadas cada vez parecen más una simple capa de pintura contra la mediocridad. Aquí se nos acercan un adulto y un niño con la mano estirada: “Ayúdame amigo, una monedita por favor”.
En la lujosa casa particular, por fin encontramos un televisor. Lo buscaba para poder valorar los noticieros cubanos. Y qué coincidencia, el gran tema del día son los derechos humanos. Lo que vemos en la calle contrasta con cada palabra del canciller cubano en Ginebra, que habla en el seno de un consejo especial para valorar la situación de los ciudadanos de la isla.
No hace falta transcribir sus citas literales, pero el representante del país caribeño viene a decir que gracias a la Revolución, los derechos de los ciudadanos son respetados como nunca. Sorprende que entre el argumentario todavía se cuelan frases de José Martí y proclamas de aprecio a Fidel Castro. Podría ser 1960, nada ha cambiado. Y es el mismo sentir que cuando paseas por los verdaderos barrios, con sus Ladas soviéticos, los mercados empolvados y el rechinar de los caballos que tiran de los carros. Escuchándolo, queda claro que el gobierno sigue apostando por tirar de populismo y discursos paranoicos para esconder sus vergüenzas.
El noticiero se pasa quizás más de 30 minutos repasando los halagos de los países amigos del régimen cubano y, cuando toca hablar de las críticas, de bien seguro extensas ante un examen tan serio como el de las Naciones Unidas, se limita a mencionar que, liderados por Estados Unidos como siempre, los críticos solo quieren difundir mentiras y provocar inestabilidad con el único objetivo de detonar la Revolución. Es evidente que el noticiero es otra punta de lanza, la televisión siendo probablemente una de las más poderosas armas que posee el gobierno cubano.
Paseando minutos antes de ver el noticiero, cualquier ser humano con dos dedos de frente se daría cuenta de qué va este cuento. Y quién lo paga es, claro, el ciudadano raso.
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IX – Juan sin nada
El silencio ya no envuelve a muchos cubanos. Más de 60 años de una Revolución de promesas incumplidas empiezan a quebrar la paciencia e idiosincrasia de los isleños. “El cubano gira las cosas, si algo va mal le ve el lado positivo. Es la única manera de entender los 60 años de Revolución”, dice la madre de Margarita, que recibe una pensión de 270 pesos al mes que reúne sus condiciones de retiro y viudedad. “Si no viviera con mi hija, yo ya no sería nada”.
Más de dos horas quedamos enganchados a nuestras sillas. Madre e hija nos ilustran sobre las penurias del día a día. “Así no se puede vivir”. Tienen a media familia exiliada y otra mitad repartida por el territorio. Como todos los cubanos, se han montado un negocio paralelo para conseguir salir para adelante. Ni hay vacaciones ni hay opción de salir del país, demasiados pesos todo ello.
De hecho, si un ciudadano de Santiago de Cuba quisiera visitar Cienfuegos, un viaje de unas cinco horas entre el oriente y el centro del país, las autoridades le requerirían varios trámites y, efectivamente, un control de frontera interno que me sorprende como ciudadano de la Unión Europea “sin fronteras”. Cuando un isleño escucha que uno puede viajar mañana a Alemania sin que le pidan papeles ni pasaporte, que puede trabajar, vivir y consumir libremente en cualquier país de la región, se ríe incrédulamente. Parecemos marcianos.
Hay que ir con cuidado con lo que pasa. Enfadar al gobierno puede significar muchas cosas para el ciudadano raso. Le pueden quitar la casa, quizás el castigo más severo. La idea es que, por sistema, cada familia recibe un hogar según criterios meritocráticos. No es lo mismo vivir en el mejor barrio de Cienfuegos, que presume de yates, marina, restaurantes, clubes de tenis y discotecas que vivir en los barrios adyacentes al centro de Trinidad. Pobres, turbios y con una oferta de servicios que se reduce a la tienda para comprar el pan que dará de comer ese día a los niños. La realidad es cruda, la presión absurda y la resignación dolorosa.
“La gente hace como que trabaja y el gobierno hace como que nos paga” es una de los ‘chistes’ que más se escuchan en Cuba. Hay un documental muy interesante, Juan no tiene nada, que describe a la perfección las maniobras que deben hacer los cubanos para llegar a final de mes. La conclusión es dura: para sobrevivir, los cubanos se roban a sí mismos, roban al Estado.
Así sobrevive la Revolución, más allá de la frontera de lo humilde, sobrevive paupérrimamente.
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X – Aquí yace el Che
Un equipo de béisbol femenino pronuncia palabras de alabanza a la Revolución y al héroe Che Guevara, que se levanta imponente y duro, como el granito que esculpe su icónica cara, detrás de las chicas en el mausoleo que le construyó el Partido Comunista en la villa de Santa Clara.
Detrás está el Che, su “hasta la victoria siempre” bajo los pies. Delante hay una explanada inmensa, uno de los lugares más usados por las fuerzas militares para desplegar sus desfiles habituales. Vacía no es nada, vacía parece un error de cálculo de masas. Santa Clara es un lugar estrella de la Revolución porque aquí el Che y sus hombres lograron descarrilar un tren blindado lleno de militares, frenando así el envío de efectivos gubernamentales de un lado a otro de la isla. La batalla se considera uno de los momentos clave de la victoria del Movimiento 26 de Julio, liderado por Fidel Castro.
El tren está expuesto para turistas, para eso queda la historia. Y la historia sirve para reclamar cualquier CUC del bolsillo del turista. Dos para acceder al tren y dos más para echar fotos. Lo mismo, la Revolución es un atractivo innegable, y un español regenta un café-museo a escasos metros del tren abatido. Es un sitio singular con muchísimas antigüedades, objetos y documentos históricos y originales de la Revolución.
Es una visita recomendable, un ejemplo más de la retórica y simbolismo que complementa cualquier movimiento de cambio en cualquier rincón del mundo. También es un ejemplo de ciertos excesos y uso en vano de palabrería. “Cuba sí, yankee no”, reza un cartel con Castro de fondo. De sobras es conocido que Fidel y el Che, entre otros dirigentes cubanos, disfrutaban a menudo de una refrescante botella de Coca-Cola. ¿Qué incoherencia, verdad?
La historia es más compleja, y permitidme el uso de un pasaje de Gabriel García Márquez para aclarar las cosas:
Fue el mismo Che Guevara, como ministro de Industria, quien decidió que se tratara de fabricar un sustituto como complemento del cubalibre. Las mentes más cuadradas pensaron en destruir las botellas existentes para exterminar el germen. Sin embargo, un cálculo más sereno demostró que las fábricas de botellas de Cuba tardarían varios años en sustituirlas por otras de forma menos perversa, y los revolucionarios más crudos tuvieron que resignarse a utilizar la botella maldita hasta su extinción natural. Sólo que la usaron en toda clase de refrescos, menos con el que improvisaron para el cubalibre. Los visitantes del mundo capitalista, hasta hace muy pocos años, padecíamos una cierta confusión mental al bebernos una limonada transparente en una botella de Coca-Cola.
En todo caso, y perdonad porque me he ido por las ramas, como en cualquier local turístico, el precio de la comida y los refrescos es exorbitado. Nada nuevo, pero otra prueba de cómo el comunismo puede traducirse fácilmente al capitalismo.
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XI – El avión
Cuba es preciosa, su gente amable, risueña y servicial, más si consideramos las condiciones que nos vamos encontrando a cada paso que avanzamos. Ahora, tampoco estaba la gente como para bailar en la calle, que es lo que muchos visitantes destacan de la isla. Supongo que, como todo, es una exageración, una caricatura.
A nosotros Cuba se nos iba atragantando poco a poco. Habíamos incluso abandonando por medio día nuestra exploración intensa y nos habíamos dado el lujo de relajarnos en una playa de aguas cristalinas y solazo tropical. Un pequeño soplo de turismo guiri, pero no ayudó a levantar los ánimos. Los hoteles para altos cargos y militares se alzaban a un lado de la playa. Exclusivos, premios al buen trabajo al servicio del país, unos premios a los que jamás accederán los campesinos. Al lado opuesto del hotel, de arquitectura soviética completamente opuesta al look de la playa, apenas se mantiene en pie un chiringuito cerrado. Los vendedores ambulantes ofreciendo cualquier cosa para ganarse cuatro duros y llenar esa noche la panza.
Ese pequeño oasis en forma de playa representaba, para nosotros, otra anécdota en medio de la gran mentira. Mi mente estaba pensando estas cosas y, cosa rara, vibró mi teléfono móvil. Una llamada de mi padre. En la semana y media que llevaba en Cuba, sin Internet en ningún lado, me sorprendió recordar que en el bolsillo tenía mi conexión con el resto del mundo –la desconexión, la desintoxicación funcionó de lo lindo.
– ¿Estás bien?
– Sí, estoy en un taxi camino a Cienfuegos. Acabamos de visitar Santa Clara.
– Vale, vale. Es que ha habido un accidente aéreo en La Habana. Ha caído un avión con más de cien pasajeros y por eso quería saber si estabas bien.
Resultó cómico y triste darse cuenta de que, como extranjeros, fuimos de los primeros en enterarnos del desastre del vuelo DMJ–972 de Cubana de Aviación, que volaba de la capital a Holguín. Cuando colgué, paralizado por la noticia y al darme cuenta de que ni el taxista ni la mayoría de ciudadanos sabía lo que acababa de ocurrir, tardé un rato en poder articular una explicación. Primero, en inglés con mi novia, que se preguntaba que demonios pasaba. Después, en español, al taxista, que se quedó sin palabras.
En un país que apenas acaba de introducir la red 3G en su capital, y que en ese momento solo contaba con el Internet proporcionado en las plazas por ETECSA, la única compañía de telecomunicaciones del país, la noticia llegó con bastante retraso. En la televisión oficial cubana, la noticia no se dio hasta la hora del noticiero de la noche. Los diarios, claro, en un país sin Internet, no publicaron hasta la mañana siguiente. Las radios empezaron a hablar del siniestro una hora después del mismo.
Por la noche vimos el noticiero ya junto a nuestros huéspedes en Cienfuegos, que se habían enterado del asunto por la llamada de los hijos, que residen en Miami y envían remesas a la familia que les permiten vivir con algo más de comodidad que la mayoría de cubanos. Tener a alguien fuera del país siempre es un seguro de vida, aunque el Estado puede castigar a las familias. Gracias a esas remesas, Margarita y su madre habían podido conectar con el satélite a televisiones americanas y seguir al detalle los acontecimientos.
Estaban tristes, pero no sorprendidas. Todo el mundo sabía que Cubana sobrevivía en condiciones muy estrechas. ¿Cómo va a ser rentable un compañía aérea estatal si el Estado apenas tiene dinero para reparar el transporte público terrestre?
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XII – Depresión en Viñales
Ahora viajábamos de Cienfuegos a Viñales, que en la obsoleta red de carreteras del país implica volver a La Habana para después tirar para otra de las regiones más famosas de Cuba, el valle de Viñales. Allí se cultiva el tabaco que acaba enrollado en los famosos puros Habanos. Se trata de un paisaje patrimonio de la humanidad, realmente bello y que, para nuestra sorpresa, nos recuerda a paisajes similares en sitios tan remotos como Van Vieng, Laos.
El pequeño poblado que recibe el grueso de turistas en Viñales conserva su encanto de época. Casas con porche, colorido y patios abiertos. Es época de lluvias y llueve que da gusto. Caminas un minuto al descubierto y quedas empapado. Con tanta agua, el verde reluce como espejo predominante del paisaje, el más salvaje que hemos visto en nuestro recorrido estándar de Cuba.
Nuestra nueva familia de acogida tiene dos habitaciones para turistas, y en casa están la abuela, dos niños y la madre de familia, que combina su trabajo en el centro de salud con las tareas de hostelería casera. El padre de las criaturas no está en ese momento, pero en los siguientes días descubrimos que, retirado de las viñas porque ya no dan dinero, es él quien lidera el proyecto de casa particular para extranjeros.
He hablado poco de la comida en Cuba, que es deliciosa pero sin duda repetitiva. Siempre arroz y casi siempre frijoles; y después distintas carnes fritas, sobre todo pollo. Es repetitivo, pero muy rico. A nosotros nos chiflaba el plátano maduro frito, ¡que delicia! También son tremendos los jugos: el de guayaba, impresionante, y deliciosos como nunca los de mango y piña, también recurrentes en la época de nuestra visita. En Europa puedes probar estas frutas, pero jamás las saborearás como en Cuba y otros países vecinos.
Volviendo a nuestro día a día, en Viñales, cerca ya del final absoluto de nuestro viaje –mi compañera, Freya, volaba de La Habana a Europa tras cinco meses de aventura juntos y nueve lejos de casa–, nos había invadido un principio de depresión. No estábamos triste por el fin del viaje, sino por cómo Cuba se había revelado ante nuestros ojos. Preciosa, sí; pero a su vez pobre, resignada y afligida por décadas de dolencias e injusticias.
Observando a los vecinos con atención, fue difícil percibir esa alegría y fanfarria cubana de la que todo el mundo habla. Pensábamos que los numerosos conocidos que habían visitado la isla en el pasado debían haberse apretado bien fuerte el nudo de la venda para cubrirse los ojos. La Revolución parecía encallada en el año 0, aunque en 2019 ha cumplido 60 años.
El tiempo y la falta de cambios y mejoras sustanciales habían acabado de erosionar el espíritu revolucionario de la población. En el pasado Fidel, los Castro y el resto de líderes del comunismo cubano tenían un apoyo masivo, movilizado y optimista; hoy, la movilización es escasa, el apoyo reducido y las perspectivas de la población son, sean o no partidarios de seguir apoyando al sistema, negativas.
Quizás por miedo, quizás por auténtica desazón, en Cuba hay pocas voces contrarias que se alcen en público. Entablando conversación, en petit comité, la Revolución brilla por su fracaso. Los cubanos, fantásticos vividores en sus mejores épocas, viven instalados en un clima que se mueve entre la resignación y la depresión según se levante el día.
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XIII – Ron y dinosaurios
En nuestros últimos días en Cuba nos abonamos a pasar las tardes mojito en mano. Cosa de un dólar y medio en el bar del pueblo, entre vecinos que bien podrían ser figurantes del mejor de los retratos cinematográficos sobre la isla. La realidad de la isla es difusa, todo bien podría ser una película. No lo es, y para eso sirven los tragos, para olvidarlo. ¿Recordáis a nuestro amigo del bar?
En Viñales la maquinaria turística propone una visita a las viñas de tabaco y un paseo a caballo. Nosotros, para aprovechar bien la mañana, quisimos visitar el paisaje a pie, y la caminata casi acaba en desastre. Después de tres horas y media, chaparrón incluido y mucho barro en nuestras piernas, nos encontramos con un lago en medio del camino enfangado. Demasiado grande, demasiado profundo. “Podría haber serpientes de agua”, me espanta Freya, que lee mis intenciones.
Me cuelo en un viñedo saltando una valla, quiero buscar si hay algún paso alternativo. Cruzo una familia de cerdos salvajes que rechina a mi paso. Alcanzo otro campo y parece que hay camino, pero a lo lejos veo cuatro caballos majestuosos que, al percatarse de mi presencia, empiezan a trotar, después galopar, hacia mí. Parece también salvajes, y no muy contentos. Vuelvo para atrás y, aunque estamos a quince minutos de nuestro destino, parece que nos toca volver por donde hemos venido.
Entre tanta frustración y con el impacto emocional de la isla bien presente, se escapan algunas lágrimas. Es absurdo sí, porque nosotros no tenemos nada de lo que quejarnos, somos unos turistas, unos vividores. Podemos empacar la maleta y volver a nuestro rincón del mundo confortable y seguro. Así, enfadados con todo y nada, iniciamos la larga vuelta. Escuchamos un caballo trotando, nuestra salvación.
“Aquí hay un tipo que les puede cruzar el charco”, dice el campesino. Si no está aquí va a aparecer pronto. Hay que probar suerte, estamos exhaustos y calados por una lluvia fina pero insistente. Tenemos que armarnos de paciencia, pero en quince minutos aparece otro señor montado, que cruza el lago y se ofrece a cruzarnos. Él recibirá una donación a cambio, normalmente tres o cuatros dólares que, en la isla, son toda una fortuna para lo que representa el trabajo. Ese factor es importante explicarlo. Los cubanos son simpáticos muchas veces, pero tienden a serlo cuando saben que, delante suyo, tienen a un banco con patas.
El golpe de suerte nos permite retomar la aventura, que no es poca cosa, y se lo agradecemos al vaquero con su debida propina y las muchas gracias. Llegamos, cinco minutos después, al mural de la prehistoria, una pared de piedra gigante, delicia para escaladores, que Fidel ordenó pintar con dinosaurios. La obra de mal gusto, un destrozo al entorno natural en toda regla, es uno de los parajes más visitados del país. Apaga y vámonos.
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XIV – La Habana, Corea del Norte
No somos lo mismo, pero no creo que estemos muy lejos de lo que es Corea del Norte”, me confiesa una administrativa en la sede de Cubana de Aviación. Allí me he ido para ver qué opciones tengo de cambiar, cancelar o conseguir otro billete que me permita salir de la isla.
El accidente ha fulminado 112 vidas; también ha roto las frágiles cuentas de la compañía pública, que dejará de volar sine die a nivel nacional. Hay muchas personas que esperan en una sala abarrotada y de look ochentero. Tengo suerte, o quizás trato preferencial, ya que como mi reserva fue por Internet tengo a la responsable liberada. En Cuba nadie usa el servicio online.
Mi vuelo de salida hacia Guadalupe, una isla francesa en el mar del Caribe donde vive un colega, ha sido cancelado, me confirman. Ellos no operarán vuelos en los siguientes días y dudan de si la compañía seguirá funcionando. A día de hoy, Cubana ha recuperado más o menos su operativa habitual, y el vuelo a Pointe-a-Pitre que yo iba a tomar sigue su ruta semanal habitual. Según aseguran desde la oficina de la aerolínea en Madrid, las operaciones internacionales se mantuvieron más o menos sin percances tras el accidente.
Una de las mayores sorpresas para mí en ese momento de tragedia, desconcierto e incertidumbre fue la celeridad y facilidad con la que gestioné mi reembolso del precio del billete –y más sorprendente todavía: en cuestión de una semana recibí en mi cuenta bancaria los casi 350 euros que me había costado, ni lo sueñes en Europa.
Una vez asegurada la gestión, tuve que hacer malabares y, por primera vez en dos semanas, recurrir a mi conexión con el mundo resguardad en mi bolsillo. Así conocí el fascinante mundo del WiFi cubano: compré mi tarjeta de acceso, que te da un código para que puedas conectarte a la red pública que se encuentran, principalmente, en las plazas. Internet, una tecnología que representa la conectividad sin limitaciones, tenía en Cuba una connotación muy distinta. El Internet brotaba de las plazas, y en consecuencia estaban llenas de gente con sus celulares a todas horas.
Una vez conectado, y a un par de días de mi vuelo cancelado, tuve que buscar opciones de última hora para viajar a Guadalupe. La opción más barata era tomar un vuelo a París y, con una escala de hora y media, tomar otro de vuelta al Caribe. 24 horas de viaje para poder asistir a la reunión de mis amigos en la isla. Lo increíble es que el precio de mi pequeña odisea era apenas 50 euros más caro que mi vuelo directo original. Difícil de entender, pero bienvenido sea.
Con mi nuevo vuelo reservado, Freya se quedó más tranquila. No quería que volara con Cubana de ninguna manera. Ella se iba en un par de días, yo me quedaría tres días de más tras reservar mi nuevo vuelo. Los últimos paseos por La Habana, una ciudad muy distinta a la que nos iluminó en nuestros primeros días en Cuba, fueron una mezcla de nostalgia, felicidad, tristeza y satisfacción. La realidad volvía a imponerse a la fantasía cubana, pero nadie nos podría quitar nunca lo que habíamos vivido durante esos nueve meses de aventura. Así cerrábamos el viaje de nuestras vidas.