I – Despacito

De lo primero que te das cuenta es que aquí en Cuba las cosas van a otro ritmo. Despacito, tranquilo. Si facturas la maleta, lo mínimo que vas a esperar es media hora larga para recogerla. Da lo mismo si el aeropuerto está saturado o desierto. 

A diferencia de otros sitios, como en Estados Unidos, el chequeo de pasaportes es rápido. Claro que, hasta que no cruzas esa puerta y te sellan el documento, quizás todavía no cuenta como estar en Cuba. Ya luego las cosas empiezan a tomar su ritmo.

Saliendo del aeropuerto se forman colas, las primeras en un país acostumbrado a ellas. Las verás en los supermercados, en los cajeros automáticos y también en los restaurantes. Cuba es un país de vocación turística, y el turista es una de las principales fuentes de ingresos del gobierno –y, por lo tanto, de todos los cubanos–. Entre la marabunta de personas que esperan a familiares y amigos, más de la mitad esperan tener un poco de suerte y cazar a un grupo de turistas.

Los precios de los taxis son europeos, y por si todavía no lo tenías claro, resulta evidente que al turista se le cobrará todo a precio de oro, mientras que el baremo local no aguantaría comparación alguna con metales preciosos. Por mucho comunismo que haya en el mundo, siempre hay espacio para el negocio. No todos somos iguales, el idealismo se va a tomar por saco en cuestión de minutos.

El taxista “oficial” nos hace un precio. Aunque la tarifa es de 24 pesos convertibles (el dólar cubano, la moneda de los turistas), él nos cobra treinta para dejarnos en dos direcciones (hemos hecho un colega alemán). Bien, pero también ya te indica que por muy “oficiales” que sean las cosas, todo es negociable.

Son lentos los cubanos, pero nuestro taxista se lanza en una persecución contra sí mismo hacia Centro Habana. Allí me quedo con Freya, mi pareja, tan fascinada como yo tras los pocos minutos que llevamos en la isla. En las avenidas gigantes y oscuras, relucen los antiguos y coloridos Cadillacs. Es cierto, Cuba está plagada de coches de época, preciosos e increíblemente funcionales. Avanzamos a toda hostia y nos plantamos en la Plaza de la Revolución, así que vemos iluminado el rostro del Che, una de las estampas más retratadas de La Habana.

¡Joder, estoy en Cuba!

Al bajar del taxi, el tiempo vuelve a distorsionarse. Nuestro casero no está en casa, y nadie responde al timbre ni al picaporte. Es de noche, se acercan los curiosos y picarones cubanos, que en la calle siempre saben ‘hacer amigos’, algunos más para sacar tajada que para ayudar, siendo honestos. Dos dólares y muchas quejas –“eso no me da para nada, hermano”– me cuesta una llamada al casero, que no nos espera. Nelson nos quiere llevar a su casa, pero al final aparece nuestro anfitrión y le echa un poco a malas.

Resulta que un alemán le lleva las cuentas. No le informó de nuestra estancia de cuatro noches, pero la habitación está lista. La explicación no cuadra, pero vaya. El casero, Eduardo, es un tipo particular que nos recibe con una red en el cabello. No es cocinero, simplemente va así por el mundo. Le hemos pillado de fiesta, bailando que es lo suyo. Dormitando está María, la señora que ayuda en las tareas domésticas al propietario. Nos prepara una cena sencilla pero buena. No habíamos comido bocado. Arroz con plátano y salchichas, mucha cantidad. El zumo de guayaba está riquísimo. Hay flan de postre, le llaman pudin.

Es temprano, pero nos echamos a la cama. La habitación, sin lujos pero absolutamente correcta, sale a menos de 10 euros con baño privado. La comida, desayuno y agua se cargan a parte, aunque visto el precio de la habitación parece justo. En este negocio –ni legal ni ilegal cuando yo visité la isla– lo tienen todo muy bien estudiado, sin querer deslizar culpas.

De noche se aprecia poco, pero se intuye que La Habana es un sitio mágico. A la mañana siguiente, quedaremos prendados.

* * *

II – Jamás estarás preparado

Tengo la cabeza pesada, y el estómago también. María nos prepara un desayuno que podría alimentar a una columna entera del ejército. Somos dos, sin embargo. Está delicioso, y las frutas y los zumos se saborean de verdad, no como en el viejo continente.

Los primeros pasos por La Habana nos llevan del centro al Capitolio, un edificio majestuoso que se levanta justo delante de la joya en ruinas que es La Habana Vieja. El colorido se nota, aunque es un colorido desteñido por el paso del tiempo y la escasez de presupuesto. A día de hoy, el brillante paisaje colonial sería poco más que polvo y escombros si la UNESCO no hubiera invertido en la preservación de un sitio verdaderamente único.

Me pesa todo, y me cuesta procesar. Es tan increíble lo que me rodea que me tiemblan las piernas, me cuesta andar y dejarme llevar. Alrededor de mí, todo son estímulos. Tardaré una hora en salir de mi anonadamiento. Es imposible no quedarse prendado de la ciudad. El paisaje, de una belleza arquitectónica colonial y colorida, se funde con las gentes de La Habana, abonadas a la calle y a la cháchara. Es una mezcla sin igual, la riqueza de la pobreza.

La felicidad parece ganar la partida, aunque quizás sea solo la fachada. Por norma general, el Estado está presente en cada una de las actividades que ocurren en La Habana. Por eso, si falta queso, falta queso en toda La Habana*. Comer por la calle es tremendamente barato. Nos lanzamos a por una pizza mediana que cuesta 35 pesos cubanos, apenas un dólar y medio. Está buena, pero no tan buena como el café.

El café en Cuba debería ser declarado, si no lo es ya, patrimonio de la humanidad. El café que toman ellos, los de casa. En un bar para turistas está correcto, o muy bueno como en cualquier ciudad europea. Pero en una cafetería, un garito que no tiende a sobrepasar el metro cuadrado porque en realidad es el recibidor de la casa de una familia, está divino. Y cuesta un cup. UNO. ¡Un cup equivale a cuatro céntimos de dólar! Es una locura.

Los precios se aguantan porque todo lo controla el Estado. La Revolución se lleva una tajada hasta de las pocas industrias semiprivadas y alegales que inevitablemente surgen en cualquier sistema comunista realista. En las casas particulares, los dueños se enriquecen, pero el Estado también. En lo básico, como la comida, el Estado es productor, distribuidor y vendedor. Por eso, un bocadillo con jamón y queso te sale a medio dólar, y un plátano a cuatro céntimos. Para nosotros, que vamos con lo justo, es un gran sistema para ahorrar en gastos innecesarios.

Eso sí, cenar en las casas particulares es muy recomendable. Mucha comida, rica como la de tu abuela y, sobre todo, con una buena sobremesa. María es un cielo, nos cuida y le gusta. Nos explica su trayectoria. Profesora de español para preuniversitarios. Atención. Ya está jubilada, pero trabaja seis días a la semana preparando el desayuno, la comida y la cena a los huéspedes de Eduardo. No se sacará mucho, pero lo necesita. No deja muy bien al gobierno, ni es prometedor a la hora de analizar la situación de los cubanos.

Más charlas por la calle. Los cubanos te paran, para pedirte alguna moneda o para no aburrirse, o porque son simpáticos, no les puedes quitar mérito. En todo caso, unos te hablan bien de España, que llaman madre patria. Sin entrar mucho en el juego ni el politiqueo, es fácil escuchar proclamas a Fidel y Raúl Castro.

Un taxista nos comentó que, para comprar barato, justo ese miércoles, el compañero Raúl había dejado los productos de necesidad a mitad de precio. Era bueno ir al supermercado ese día. Y fuimos a verlo. Había colas para comprar jabón, había colas para comprar alimentos. Sin duda debe ser una existencia complicada. Pero todo vale la pena, al menos de puertas afuera, para que la Revolución siga triunfando.

*excepto en los restaurantes de turistas y hoteles de lujo, a quienes les deben dar el doble o el triple de stock de queso y cualquier otro alimento, no vaya a ser que los visitantes se queden sin comida.

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III – Malecón pasado por agua

En pocos países pasear resulta tan esencial como en Cuba. En La Habana, pasear es la única manera de no perderse nada. En cada rincón, cada esquina que tumbas, te puedes encontrar una historia que te marca. Salimos pronto y la gente sigue en la calle.

Nuestro ojo foráneo avista carteles revolucionaros en cualquier lado. Levantas la vista, observas a un Fidel colorido, a Che en su posado más célebre: “Fidel es Cuba”. Nos acercamos al barrio chino, que está en una zona más castigada que el resto del centro de La Habana. Son florituras, letras chinas que son inteligibles tanto para el turista como el vecindario. Hay algún dragón chino, toques dorados y rojos de adorno, y poca cosa más. El barrio está decaído, decaído para los estándares de La Habana que ya es mucho.

Un taxista arregla su carro, uno de esos Chevrolet por el cual el coleccionista extendería un cheque generoso. Una señora pasa con la compra bajo el brazo, quizás habrá hecho cola como la que nos hemos encontrado en el mercado agropecuario a primera hora. La ruta que hemos trazado nos lleva, ahora, al paseo más famoso de la ciudad: el malecón. El esplendor de sus fachadas es un fantasma, hay edificios a medio derruir, pintura destripada, cubanos apostados al mar con una caña, probablemente pescando algo de fortuna.

La brisa del mar es suave, el sol pica fuerte en el cogote, y se agradece respirar el océano. Hoy somos parte de la primera foto que verán los navegantes que llegan a la ciudad, una foto que te deja sin aliento. Alcanzamos la curva a la derecha que da al Canal de Entrada y observamos la piedra blanca del Castillo de los Tres Reyes del Morro, donde hay el faro que evita los naufragios; más a la derecha, las paredes de la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña, imponentes muros que se levantan sobre la frondosa vegetación del trópico.

Vamos a comer algo y los nubarrones oscurecen los colores de La Habana. Cae un chaparrón de mil demonios, rayos incluidos, pero cuando damos la tarde por perdida, la tormenta cesa y el sol brilla. Un ferry que parece tener la misma edad que el famoso Granma con el que Fidel y algunos correligionarios usaron para volver a la isla nos cruza hacia Casablanca. Nos acercamos hasta los muros de la fortaleza y descubrimos que, pese a la pérdida de brillo y recursos, La Habana mantiene intacta su colosal belleza.

* * *

IV – Un café con el personal sanitario

Te la puedes dar de alternativo y tipo concienciado, pero el turismo acaba trazando caminos obligados, así que en nuestra tercera mañana ponemos rumbo a la Plaza de la Revolución. Allí esperan las esculturas de hierro negro –trazadas como un dibujo a pluma– del Che y, desde hace poco, Camilo Cienfuegos: “Vas bien, Fidel”. Desde el otro lado de la inmensa y vacía explanada de asfalto, les observa el padre de la patria José Martí.

Martí fue quién inició el alzamiento contra el colonialismo español, falleciendo en combate contra soldados españoles en 1895. Su pensamiento, recogido en numerosos textos, ha sido rescatado y magnificado desde que triunfó la Revolución de Fidel Castro, que usó el nacionalismo y la lucha de Martí para arengar su régimen. Resulta evidente que Martí jamás fue comunista, pero es cierto que muchos expertos aseguran que Castro tampoco lo era cuando inició su revolución. En todo caso, junto a Fidel y al Che, Martí es la figura que más influencia y presencia tiene en el imaginario nacional cubano.

“Martí nos enseñó su ardiente patriotismo, su amor apasionado a la libertad, la dignidad y el decoro del hombre, su repudio al despotismo y su fe ilimitada en el pueblo. En su prédica revolucionaria estaba el fundamento moral y la legitimidad histórica de nuestra acción armada. Por eso dijimos que él fue el autor intelectual del 26 de Julio”, proclamaba Castro en el vigésimo aniversario del 26 de Julio, día de la revolución cubana.

Hacemos las fotos de rigor, junto al resto de turistas que ocupan la plaza. No hay locales, solo guiris. Sin nuestra presencia, estaríamos ante una explanada vacía del tamaño de dos campos de fútbol. Los barrios adyacentes conforman ya el extrarradio, y se nota. Las calles están llenas de baches o, directamente, se encuentran sin asfaltar. La gente observa con curiosidad y recelo la cámara. Las casas pierden color, y otras hasta pierden elementos vitales como una ventana o parte del techo. Muy cerca está la Necrópolis de Colón, un cementerio de 57 hectáreas, grandes avenidas y muchas esculturas. Decidimos no entrar, al turista le cobran 5 CUC y tampoco estamos como para visitar un cementerio.

De vuelta al casco antiguo, la caminata nos sitúa sin preverlo en una zona de hospitales y universidades cerca de Vedado, las fachadas que aguantan el tiempo descuidado pero no esconden nada: conocieron un mejor pasado. Entre el hospital nos paramos para descansar y espabilarnos. Hace bochorno pero aquí, no hay mejor opción que pedir un café en las cafeterías del Estado. Compartimos una breve charla con dos batines blancos, que se reconocen agotados. Falta personal, pero sobre todo faltan las últimas tecnologías y, en ocasiones, el equipo médicos más básico. Cuando hablamos con los médicos, cerca del centro oncológico de La Habana, confiesan que el equipo para detectar cáncer de mama no funciona. No era cuestión de días, sino de meses.

Para prestar servicios, los médicos han empezado a recibir regalos que complementan su escasa paga, comentan los ciudadanos de la isla. No están indignados, se conforman con el sistema, “es como funcionan las cosas”. Para entender la situación hay que atender a los lamentos de los miles de médicos que están ejerciendo su labor fuera de la isla: el estado se lleva el 75% de su retribución, pero ellos se conforman porque a pesar de todo cobran mucho mejor que ejerciendo su oficio en Cuba.

Sales de la cafetería y te acuerdas de otro detalle, para cualquier europeo impensable. La chica que nos sirve el café cobra lo mismo que los doctores con quienes hemos conversado. Y aquí la igualdad no es el problema; sí lo es quizás el hecho de que la mensualidad es de 12 dólares y 50 centavos. Hay que decir que el salario no es el mismo para todos, y hay facultativos que pueden llegar a cobrar unos 60 dólares, aunque no hay estadísticas claras y oficiales al respecto.

Lo que sí dicen las estadísticas es que el salario mínimo, en teoría, es de unos 30 dólares mensuales, pero ningún cubano nos habló jamás de esa cifra. La pobre tasa de cambio, la existencia de dos monedas en la isla y la debilidad de ambas apuntan razones.

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V – La verdad según nuestro taxista

Pocas veces he tomado un taxi, pero este de La Habana a Trinidad será uno de los más provechosos de mi vida. Más que un desplazamiento, las cuatro horas y pico de trayecto se convierten en un Estado de la Nación protagonizado por nuestro taxista. Yohanis tiene 36 años, esposa y dos hijos.

Hace unos cuántos que trabaja para una de las pocas iniciativas semi-privadas que el gobierno de Raúl Castro “concedió” a los isleños. La principal recompensa: hoy cobra 25 pesos convertibles, el doble de lo que cobró en sus 15 años como empleado estatal. En todo ese tiempo el salario fijo de los empleados públicos no varió ni un centavo, 12 dólares al mes. Tampoco lo ha hecho desde que charlamos.

El sueño cubano lleva tiempo atrancado. La Revolución es cosa de viejos, y nuestro taxista convertido en confidente afirma que la mayoría de cubanos menores de 40 años están con él, piensan lo mismo. Su esperanza, su razón para currarse 14 horas al día sin apenas descansos, es que en un tiempo, largo, las cosas cambien en la isla. 

“Tienes una casa que no te cuesta nada, una educación que tampoco cuesta nada. La sanidad tampoco. Y eso suena muy bien, parece muy bonito. Ellos dicen que todo va bien. ¿Y por qué aquí no viene nadie? No veo inmigrantes, ni de países que están peor que nosotros, como Haití. ¿Por qué es eso? Por qué quizás no sea todo tan bonito”, confiesa. La conversación se estira más de una hora.

[Read this story in English: The taxi driver and the barkeeper, two opposing views on Cuba]

El tono varía a ratos, entre la resignación y el desespero. Incluso hay algún atisbo de rabia e impotencia ante una situación que se alarga y que, a pesar del adiós de los Castro en la primera línea de gobierno, no da mucho margen para la esperanza inmediata. “Aquí vamos a trabajar a diario con la esperanza de que, quizás, en 20 años, cuando ya no haya ni la primera ni la segunda línea revolucionaria en el poder, más bien la tercera o la cuarta, quizás habrá por fin cambios económicos en la isla”.

Yohanis dice que así no es forma de vivir. Es el día de la madre en Cuba, un gran día para el pueblo cubano. Hay fiesta, comida familiar y mucho para tomar y bailar. Él no tiene día libre, porque no se lo dan. Solo le dieron el día de su cumpleaños y solo libra, realmente, cuando el vehículo que rueda tiene un fallo mecánico. “Entonces no trabajo una semana, pero tampoco cobro, claro”.

Con el Estado, él decidía si un día estaba malo y no podía ir, algo más habitual, porque total la paga no lo valía tanto. La esposa de Yohanis fue jueza en un tribunal provincial de La Habana, el segundo escalafón de la judicatura cubana. Lo dejó cuando el salario y las horas de trabajo no iban de la mano. Haciendo trabajitos separados se gana uno mejor la vida. Con los dos sueldos semiprivados, la familia puede llegar a fin de mes recortando por algún lado.

Yohanis mira al frente, preocupado. Se subió al carro a las seis de la mañana. Es mediodía y está lejos de casa, enfilando las calles de Cienfuegos. “Llego a casa a las ocho o nueve de la mañana…” piensa en alto, y se da un respiro necesario antes de seguir expiándose. 

“Me conozco todas las carreteras de La Habana hasta Trinidad, todas. Lo que quieras. Si me dices que en el cerro hay una cueva, te creo; que en la playa hay una tanqueta, te creo. Nunca he salido de la carretera, jamás he visitado mi tierra. ¿Cómo no me puede dar ni para visitar mi tierra?”. El cubano promedio no conoce ni conocerá jamás su tierra. Bien que conoce las proclamas y la propaganda, pero a las nuevas generaciones nadie les engaña.

Cuba sigue igual que en los ochenta, si acaso lo más positivo es que el nivel de vida y los salarios se han mantenido estables. Podría haber ido a menos. ¿Y por qué no hay protestas, y por qué nadie se rebela? 

Yohanis para el coche a las puertas de Trinidad. La policía tiene allí un control. “Sabía que hoy me paraban”. Está cinco minutos, se lo llevan a la casita y los turistas se quedan a solas en el taxi. Vuelve, entra en el vehículo y se remueve un poco. “Es el día de la madre, también quieren darle un regalito”. El control policial a la población es quizás invisible para el extranjero, pero existe y escampa el miedo entre los locales. 

En el aislamiento del asiento de piloto, Yohanis quizás se siente lo suficientemente cómodo para dar rienda suelta a sus frustraciones. Entre cristales nadie le escucha, excepto el turista curioso. Es importante hablar de esto con un cubano, es importante saber que Fidel no le vendió la moto a un pueblo que, con Díaz Canel, promete seguir desencantado. Cuba quiere cambio, pero la Revolución persiste.

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VI – Todo depende según dónde miras

Trinidad es quizás uno de los mejores ejemplos del por qué Cuba deslumbra, todavía, a cualquier visitante. Desprovista de contexto, la ciudad parece una maravilla colonial donde se come bien, se bebe lo suyo, se baila 24 horas y 7 días a la semana y, por la noche, vencido por tanta juerga, se duerme plano.

Si llegas en taxi o bus, y si rascas el bolsillo, es probable que no te alejes nunca de las cinco o seis cuadras que conforman el centro histórico de la ciudad, una auténtica delicia que, al contrario que La Habana, luce capa de pintura reciente, chillona y radiante. Mi primera captura es un Lada ruso amarillo brillante que, como si lo hubiera escrito yo mismo en mi guion de viaje, reposa delante de una cafetería igual de amarilla y deslumbrante.

El centro de Trinidad lo delimitan sus calles adoquinadas, rodeadas de plazoletas con palmeras imponentes y señores con sombrero panameño que se echan una siesta eterna, ya que les puedes encontrar tanto a las nueve de la mañana como a las seis de la tarde. Otra cosa que no falla, iglesias católicas que ganan mucho con los añadidos habituales de la cultura caribeña. Amarillo chillón, azul turquesa, verde pastel, rosa chicle… Es un festín visual que se enriquece cuando, al dar la vuelta a la esquina, te aparece un vecino a caballo.

Para descubrir el engaño hay que salir del centro, ver que hay más allá. ¿Desde cuándo una ciudad está conformada por cuatro o cinco cuadras? Del adoquinado pasas al polvo de las callejuelas sin asfalto. La buena mano de pintura brilla de repente por su ausencia. Allí están el hormigón y los tochos amontonados, incluso sin cristal en las ventanas. Habrá quince o veinte cuadras, y cuanto más avanzas, más distinto es el panorama. 

En el mercado de barrio la carne cuelga del mostrador, por supuesto hace un calor de mil demonios y allí no hay ni hielo, ni neveras ni, por poner lo más básico, una puerta de entrada. Si que hay moscas revoloteando. Trinidad se observa bien desde las alturas, puedes subir la colina y descubrir barrios menos agraciados, una señora que te observa desde su inexistente ventana: su casa a medias acabada. Poderosa mirada. La observación es, probablemente, el pasatiempo más recurrente, accesible y gustoso para los cubanos.

Lo que no es accesible es el agua, Así rezan mis notas, el AGUA, a secas y en mayúsculas. ¿Por qué? Por el precio abusivo –nos cobraron desde 2 a 5 dólares por litro y medio incluso en los mercados locales– que tiene el producto en un país que no cuenta con una infraestructura completa y fiable para distribuir agua potable entre la población. Hervir el agua o usar pastillas potabilizadoras son las alternativas más sencillas para evitar dejarse el salario del año en botellas del líquido que nos permite ser el 65% de lo que somos, humanos. Evidentemente, los precios abusivos –incluso para nuestro privilegiado bolsillo de viajeros– son inhumanos. Otra tara más.

Desde la altura, Trinidad se extiende como una mota de cemento entre colinas y jungla verde frondosa. Hay belleza y fealdad, riqueza y penuria en el mismo retrato. Depende del callejón en que fijes la mirada.

* * *

VII – El amigo del bar

Por Freya Guddas

Una tarde, caminando por las calles de Trinidad, encontramos un bar que nos llamó la atención. Tuvimos que echar un vistazo. El bar era como cualquier bar local en Cuba, para nada adaptado al gusto del turista. A través de la débil luz que proyectaba la única ventana del local vi la barra y cuatro sillas solitarias esperando clientes. El resto del local estaba vacío.

Detrás de la barra descubrí una pequeña colección de ron, las botellas descansando al lado de un póster gigante de Fidel Castro. Entre la barra y las botellas había un señor mayor, de unos 60 años, con gafas y cabello blanco. Debía ser el dueño. Nos sonreía e invitaba a pasar adentro, gesticulando con su mano.

Sin darle dos vueltas, a pesar de que era mediodía, entramos en el local. Con entusiasmo y agradecido con la inesperada visita, el viejo barman nos sirvió tres copazos de ron del gobierno cubano. Uno para mí, otro para Guille y uno para él mismo. No preguntó si lo queríamos. Era ron puro y eran solo las doce del mediodía. Sin dudarlo un segundo, el tipo se arrancó a conversar en un español farfullado que ni Guille, hablante nativo, podía comprender del todo. Después concluimos que no era la primera copa que se servía el tipo, y que el fuerte acento cubano tampoco es fácil de comprender.

El “hermano” del dueño –no sabemos si real o revolucionario– entró al local y se sentó a nuestra izquierda. Empezó a sacudir la cabeza, entre divertido y molesto por lo que contaba su “hermano” sobre la Revolución Cubana. ¿Conocéis a personajes importantes de la revolución?, preguntó mientras acercaba su rostro al nuestro, probablemente para combatir su avanzada miopía y analizar la reacción de sus interlocutores. “¡Fidel, por supuesto!”, respondió Guille sin saber en que jardín se metía. La respuesta provocó una amplía sonrisa del viejo, que se mostró fascinado por lo mucho que aprendíamos en la lejana Europa sobre la grandísima Revolución Cubana.

Ahora estaba segura: estábamos ante uno de los raros ejemplos –al menos si recuerdo todos los encuentros en nuestras dos semanas en la isla– de auténtico revolucionario socialista cubano. El tipo empezó a dar una clase improvisada sobre ventajas del comunismo y cómo él no echaba nada de menos en su día a día. Le encantan la educación y el sistema sanitario gratuito; y todo el mundo tiene un techo bajo el que dormir y comida encima la mesa. “¿Por qué se marcha la gente de Cuba?”, eso es algo que no entiende. “¿Quién necesita algo más de lo que el gobierno provee?”. Ellos saben mejor que nadie lo que es bueno para el pueblo.

Sin duda, el alcohol en Cuba es barato y accesible. La gente lo bebe a todas horas, una condición ideal para mantener a raya los sueños y la ambición de la población. Un contexto ideal para convertirse en el dueño alcohólico de un bar que no busca sacar nada más en la vida. Estábamos callados escuchando al señor, dando sorbos al excelente ron, mientras pensábamos cómo no podía ver las estanterías vacías en el supermercado, las casas en ruinas y la gente aburrida abonada a las calles todo el día. 

Su discurso fue complementado con otra ronda de ron y un par de comentarios machistas por su parte que, por suerte, no pude entender con mi español básico y sus murmullos de borracho. Después de la cháchara, el tipo quiso pasar al verso de sus canciones revolucionaras favoritas. Las cantó con inquebrantable pasión y, una vez terminado el recital, nos sorprendió con una pregunta con bala: “¿Qué es lo que no os gusta de Fidel?”

Con el ron en la cabeza respondí sin pensármelo dos veces. “No me gusta que Fidel predique el comunismo y la idea de la igualdad entre personas mientras él vivía en una mansión, disfrutaba de productos capitalistas como la Coca-Cola o la ropa de Adidas y aún así predicara palabras de odio hacia cualquier cosa que estuviera relacionada con Estados Unidos. Fidel era un hipócrita, dejó a su país trabajar todo el día para nada mientras él vivía una vida de lujos”.

Me revolví en la silla, sorprendida por mi valentía y esperando una respuesta contundente. La ansiedad que sentía se transformó en sorpresa al ver que el dueño se disponía a responder con tranquilidad y una sonrisa dibujada en su rostro: “¿Fidel vivía en una casa grande, tenía mucho dinero y bebía Coca-Cola de verdad?”. Espero unos segundos y soltó por fin: “¿Dónde te enseñaron esta tontería tan absurda?”. El tipo confesó que jamás había escuchado nada de eso, y no necesitó ni levantar la voz ante la ofensa. Para él, mis afirmaciones sobre el estilo de vida de Fidel no eran más que un cuento de hadas. A pesar de mis palabras, el porte y la increíble simpatía del tipo hacia nosotros no cambió para nada.

Continuamos escuchando algunas canciones de guerrilla y cuando le pedimos la cuenta, nos dijo que se conformaba con un dólar. Sorprendida y avergonzada por los perjuicios abocados hacía ese apasionado revolucionario, recibí un abrazo y buenos augurios de futuro. Salimos del garito y, ligeramente ebrios, nos cegó la fuerte luz y el calor de fundición de la tarde en Trinidad. 

Más tarde me acordé del taxista que nos había acercado al pueblo y su discurso opuesto. Había algo común en ambos personajes: la amabilidad y la fe estaban todavía muy presentes en la isla, a pesar de sesenta años de dura lucha.


(Continuará…)